Qué peligroso es el fanatismo. No es la admiración natural que sentimos por algo que nos apasiona a lo que me refiero, sino a ese afán desmedido de defender creencias u opiniones, casi siempre políticas y religiosas, de una manera arbitraria y amenazante. La ceguera en las convicciones es como una bomba inactiva que de un momento a otro se enciende y lo acaba con todo. No hay puntos medios. Del blanco al negro en cuestión de segundos. Mata y destruye.
Vivir con esa obsesión es también un veneno lento. Es una agonía en la que todos vemos cómo se va pudriendo un ser que un día fue consciente, pero ya no. Hay causas que ya no son defendibles y el momento exacto en el que lo aceptamos, no hay vuelta atrás. O lo soltamos o nos ahogamos. No hay salvavidas para un berrinche ideológico que muta, se contagia, se tergiversa y se vuelve aparecer, siempre como lobo sin piel de oveja.
El conflicto de Israel y Hamás nos detona algo tan tóxico y peligroso como la misma guerra: el intento de buscar los extremos y justificarlos. No.
La polarización se siente en los debates que se convierten en monólogos. Si no hay coincidencia en la ideología, nos tachan a todos de algo y hasta de fascistas. Usar ese término tan a la ligera me hace rechinar los dientes. La Real Academia no alcanza a describir en palabras la magnitud del concepto: Movimiento político y social de carácter totalitario; la doctrina o la actitud autoritaria y antidemocrática. Es mucho más. Tiene una carga y un trauma; tiene duelo y culpas, muchas. Escupir la palabra por tratar de sentar un precedente es también un insulto a la historia y sus víctimas.
No soy, tampoco, partidaria de la censura. Creo en el diálogo como puente de reconstrucción y sanación. Pero si he aprendido algo, es que no todas las ideas merecen ser replicadas ni son respetables; no todas las posturas merecen un parlante; no todas las opiniones necesitan eco ni todas las voces luchan por una buena causa. Pero ¿Quién decide qué sí y qué no? El sentido común en estos encuentros de perspectivas es siempre el más escaso. ¿Cómo se modera entonces la polarización a la vez que se defiende la libertad de expresión? ¿Cómo apagar los discursos de odio cuando se acaba el respeto hacia el ser? A veces, un incendio se mitiga con otro. A veces, es solo cuestión de quitarle el oxígeno y darle tiempo.
Polarizar es también una adicción. No lo digo yo, hay estudios y uno de los más reciente fue publicado a principios de este año y explica con claridad que cuando la conversación gira en torno al racismo, la guerra, la política, las figuras de poder, el aborto o la inmigración, las opiniones se enfrentan y se polarizan, por eso la llaman la nueva droga oculta que engancha. Las redes sociales son las cámaras del eco y hay para todos. Y es algo muy complejo. A veces el deseo de pertenecer, de creer, es el que nubla la realidad.