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Cruzando Líneas | Las otras historias del Título 42

Esas son las historias silenciosas de unas restricciones fronterizas que llegaron a su fin con escándalo… No son una ola ni una invasión; no son una crisis. Son las otras caras de la migración rota, obsoleta, pero irónicamente esperanzadora.

NOGALES, ARIZONA – Es mediodía y el sol abrasa en la frontera. El muro se calienta más que los ánimos. Pero incluso así, en una tarde de mayo tres años después de la pandemia, hay parejas que se burlan del alambre de púas y se tocan las yemas de los dedos a través de las mallas y los afilados fierros. Se acarician poquito y despacito porque no se pueden abrazar. Están en el mismo territorio en dos países distintos. Están en Nogales, ella en Arizona y él en Sonora, separados por unos 30 centímetros de cerco y un abismo de divisionismo político.

Cruzando líneas | La de hace tres años

Están solos en una frontera de cientos de kilómetros. Los agentes de la Patrulla Fronteriza los ven una y otra vez al hacer sus recorridos cerca de la garita de abajo, la DeConcini. Uno de los agentes hace una reverencia para saludar a la chica, a quien se le sube el corazón al cuello de los nervios; le sonríe y ella recupera la respiración. La dejan ser. Y así pasan dos turnos. Al caer el sol, los novios se despiden con la promesa de volverse a encontrar en el mismo sitio dos semanas después. Ya les falta menos para volver a estar juntos. Él espera que llegue el turno de su cita para el asilo y ella solo aguarda por él.

Esas son las historias del Título 42 que no leemos en los medios.

Ella llegó de Venezuela antes de la pandemia, cruzó por el desierto y se quedó. Él la alcanzaría después, pero la pandemia lo frenó y tiene más de dos años viviendo en una patria que no es suya, en una ciudad en la que trabaja de lo que puede y vive con otros ochos que esperan a que se abra la frontera. Le dio miedo cruzar el desierto y tampoco le alcanza para pagar la cuota. Se aguantó, en un intento de hacer las cosas bien, aunque no sabe si le saldrán como lo planeó.

No son los únicos. En la frontera de Arizona y Sonora hay cientos, quizá miles de migrantes, esperando cruzar a Estados Unidos a través de un puerto de entrada. Quieren ser admitidos, inspeccionados y aceptados. Mientras, se han instalado en ciudades que -a bien o mal- les han dado una acogida. Rentaron departamentos, trabajan y hasta se han acostumbrado a vivir en México. Son parte de una sociedad multicultural y más vibrante, una en donde no querían quedarse y ahora no saben si quieren irse. Se camuflan. No son parte de los récords. No piden ayuda ni hacen tratos. Son una sombra en un país lleno también de oscuros. Le tienen miedo al narco.

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No están hacinados junto al muro. Solo lo visitan cuando tienen una cita, si acaso. Están en una línea virtual y otros, los que no han podido apartar un espacio en la aplicación, se forman en un cuaderno de un gestor que dijo les ayudará a conseguir un sitio.

Esas son las historias silenciosas de unas restricciones fronterizas que llegaron a su fin con escándalo. Otros vociferan y condenan; ellos avanzan sin hacer ruido. No son una ola ni una invasión; no son una crisis. Son las otras caras de la migración rota, obsoleta, pero irónicamente esperanzadora.