La muerte no me es ajena. La conocí desde pequeña cuando se enfriaron los brazos de mi papá o cuando pude acariciar por última vez esas manos tiesas de mi tata que sostenían un rosario adentro de un ataúd acolchonado. Así se han ido montando los lutos, las lápidas en el cementerio y las flores en nichos, con más fotos en la sala de las que podrían caber en cualquier librero. Soy la suma de mis muertos.
La primera pérdida la enfrenté aún sin la conciencia de lo eterna que es la separación. A los 3 años ya me había partido el rayo del duelo. No lo entendía y creo que aún no lo hago. A los 10 sufrí el primer luto lúcido y lo recuerdo borroso; quizá eso les pase a ellos, mis hijos, que hoy -a sus también 10 años- se enfrentan a un escritorio vacío en un salón de clases en el que se llora quedito la muerte de un amigo.
Hace un par de días recibimos una notificación del director de la escuela que decía: “Con una gran pena les informamos de la muerte de…”. Se me escapó un grito. Era un compañerito de la clase de mis hijos con quien pasaban más tiempo que conmigo: jornadas intensas de matemáticas, clubs extracurriculares, prácticas de soccer, la sociedad de alumnos y ensayos para espectáculos de talento. La mañana que murió, la clase se preparaba para un festival al estilo carnaval y Maurice no llegó; nosotros tampoco.
No sabemos de qué falleció y hemos decidido respetar la privacidad de la familia en este momento tan doloroso. Fue algo inesperado y en circunstancias poco comunes, según nos dijeron, una respuesta tan ambigua que no les da consuelo ni a mis hijos ni a sus amiguitos.
Me consuela saber que los niños han afrontado el duelo desde la naturalidad de que todo irremediablemente se transforma. Ellos, gracias a nuestra costumbre de honrar a los ancestros, celebran la muerte como un puente a la eternidad. Así que no me sorprendió que me contaran que el primer día de regreso en la escuela convirtieron el casillero de Maurice en un improvisado altar de Día de Muertos y todos los días le llevan algo para recordarle lo mucho que hará falta; ayer fueron Takis y hoy unas flores con una carta.
Ellos viven la ausencia de su compañero distinto que yo. A mí me desvela pensar en sus padres y el dolor de lo antinatural que es enterrar a un niño pequeño. Dejo de respirar al pensar que algo podría pasarles a ellos y me aterra pensar que una mañana no despierten, así como Maurice. Los abrazo fuerte, empalagosa, con los miedos conjugados en todos los tiempos que me da la maternidad. Escojo las palabras para consolarlos, les sostengo la mirada, los escucho con más sentidos de los que me dijeron que un humano podía tener; quiero que se sepan amados y apapachados en su primer encuentro con la muerte y que sepan que los finales, a pesar de cómo se disfracen, pueden también ser bonitos.
Esta va por ti, pequeño Maurice. Te honramos desde aquí.