En Texas es ilegal tener más de seis juguetes sexuales y recientemente es obligatorio mostrar un documento de identidad con fotografía para comprar uno de estos objetos. “Objetos diseñados o publicitados para la estimulación de los órganos sexuales humanos”, según detalla la ley.
Texas siempre ha sido un buen ejemplo de la doble moral que caracteriza a los conservadores, pues mientras la compra de estos objetos está regulada desde una perspectiva de castigo y culpa, poseer y comprar un arma para matar a un ser humano es visto como un acto de gallardía y deber. Las armerías continúan enriqueciéndose gracias a la paranoia que la industria cultural, al servicio de los intereses conservadores neoliberales, promueve.
Me llama la atención la forma en que diferentes facciones del feminismo también anulan, o ignoran, la necesidad de reivindicar el derecho al reconocimiento de la libertad sexual y de gozo de las mujeres, como parte fundamental del ejercicio de equidad entre géneros.
Porque para todos es claro que desde hace décadas las mujeres somos profesionistas y trabajamos, que a pesar de que se nos paga menos, por ser mujeres, cooperamos con una parte fundamental de la economía familiar, si no es que absorbemos la totalidad de esta.
Y a pesar de tener vidas más libres, gozar, en muchos casos, de los beneficios de la autosuficiencia económica y profesional, nuestra vida sexual y reproductiva, sigue estando avalada, o no, por el escrutinio público.
El soñado empoderamiento de la libertad sexual sigue siendo manipulado por autoridades morales de izquierda o derecha, que coinciden en decidir, juzgar, comerciar, administrar y determinar el cuándo, cómo y dónde nos será permitido ejercer nuestra sexualidad plenipotenciariamente.
Entonces tenemos mujeres que trabajan, que dedican un porcentaje de su sueldo mucho más alto que los varones a los gastos de casa, que tienen relaciones de amistad con mujeres y hombres y que gozan sus derechos, en general, de forma igualitaria.
Pero, cuando hablamos del ejercicio pleno de la sexualidad, la educación emocional, la exigencia del deber ser, el condicionamiento romántico-moral, resulta que seguimos en la edad media, como Texas, en tantos sentidos.
Cuando analizamos la interseccionalidad que determina la situación de las mujeres, las que migran, las que son indígenas, negras, prostitutas, pobres, adictas, etcétera, resulta relevante preguntar sobre la condición en la que su sexualidad se ha visto violentada, nulificada y condenada. He aquí cuando las cifras son escandalosas, tristes, absurdas.
La mujer migrante, vulnerada aún más, es víctima de abusos y violencias respecto de su ejercicio sexual, saberlo y reconocerlo podrá ser una herramienta para no sufrir por la arbitraria estigmatización y segregación de que es sujeto. El libre ejercicio sexual, con respeto y responsabilidad es derecho de la mujer y un factor determinante para su emancipación y goce. Las mujeres tenemos derecho al placer sexual y a no ser violentadas en ninguna circunstancia por ejercerlo.