La generación X crecimos con opciones limitadas en la pantalla, frente a la arbitraria y oligofrénica imposición de las televisoras nosotros teníamos un paraíso de exploración libre, referente de un mundo paralelo, a través del tocadiscos y el tocacintas: una fogata prehistórica continua en el tiempo que congregaba para la meditación, la conversación, el diálogo y el baile.
Me acuerdo de mi hermanito pequeño en su mecedora diminuta repitiendo hipnotizado la Novena sinfonía de Beethoven, de ir rumbo al colegio en la combi de Ale y Silvia escuchando el The Wall y el contexto de aquel álbum que nos dictaba, a manera de cátedra, Ale. Andar perdidos en la noche mexicana escuchando la colección completa de Elvis Presley o Chuck Berry en el cómodo auto de mi papá, platicando sobre la historia del rock y cantando, en el deleite. A Laura, la maestra de inglés, que nos enseñaba el idioma con las rolas de los Beatles, escuchábamos la canción, la escribía en el pizarrón en inglés y la traducía, después las cantábamos. Un viaje a Veracruz con mi mamá y mi hermano, a la deriva, cantando como única oración de fe. Mis abuelos cantando, bailando la gente que amo, gozando de esa inabarcable porción de paraíso. La música es inasible pero graba en la memoria las más entrañables imágenes.
Las horas de la pubertad se colmaron de música y amigos: el centro del encuentro era la música, todo giraba alrededor del disco que se elegía: compartíamos ese vínculo en la profundidad de un lenguaje absorto, cuando las palabras fracasaban para expresar una conmoción brutal, una adolescencia de justicia, que inquiría desde la rabia y la rebeldía, porque, sobretodo, escuchábamos rock, esa era nuestra trinchera. Fue nuestra escuela.
En esa etapa también surge el rock en español, un hito en la historia cultural de la nación hispanoparlante: ese movimiento nos regaló una patria, una conversación sobre lo prohibido, una invitación al análisis: la exposición de diferentes valores y culturas en el universo de la lengua más hermosa y compleja del planeta amparada por el supremo lenguaje universal, donde todos los idiomas se hacen uno desde la abstracción: la música.
Si temblábamos trémulos con el Shympathy for the Devil, de los Stones, 37 grados de Radio Futura, o la Mirrota de Santa Sabina, nos remataban en el cielo del éxtasis. Cuando alguno de estos músicos academisistas, me dice con la ceja levantada y el meñique enroscado que esa música era pésima, lo único que corroboro es su profunda ignorancia.
Tantas imágenes de plenitud asociadas a la música. Ninguna generación tendrá que esforzarse tanto como las nuestras para seguirla escuchando, del acetato y cassette al CD al MP3 para llegar a la nube, escrito así no parece tan arduo, pero verse obligados a abandonar la discoteca para volver a armar una de CD´s era, además de doloroso, muy caro, para quienes ahorrábamos cada quincena con la ilusión de recuperar nuestras colecciones…
Aún dentro de esta maravilla que supone poder acceder en la nube a cualquier tipo de música, con especificaciones impresionantes, las manipulaciones del algoritmo para seguir siendo consumidores de los productos asociados, me hace pensar nuevamente en la época donde el chavo del ocho era la única opción para ver en la noche.
Con mis hijos comparto ese gusto de sentarnos a escuchar música y conversar alrededor de ella, o bailar, o ponerla a alto volumen mientras bailamos y quehacereamos, o preparamos comidas gustosas. Ellos me dan cátedra sobre la música que escuchan, yo, les heredo amorosa e incendiaria la que me ayudó a sobrevivir: nuevas formas y estilos, nuevos ritmos acompañados de historias magníficas, ¿existe alegría más sublime?. Pensar que me estaba anquilosando en mis preferencias me dio la pauta, gracias a ellos, para seguir la búsqueda, para continuar el goce, estaba a un paso del rictus criticando desde la ignorancia un montón de nueva música maravillosa, avalada por mis prejuicios, esas piedras que si no quitas, van creciendo dentro de tu abrigo para impedirte volar. Por eso es que escuchar a Nicolás cantar Ayer y Hoy, de Julio Jaramillo, me conmueve hasta lo más profundo. Gracias.