De mi abuela aprendí que los peores insultos para una persona era llamarle infeliz y acomodaticio. Después descubrí que lo uno no existe sin lo otro. El que busca la comodidad encuentra la infelicidad y el que es infeliz se acomoda confortablemente. Se convierte uno en una rémora de desequilibrio y demandas insatisfechas dictando desde un reposet la desgracia de la propia existencia, sírvanme un trago, por favor, me lastima el viento.¿Pero, qué camino se toma para llegar a este punto desventuroso de la existencia?
Pues como todo, se empieza en el núcleo familiar, en esta necesidad de identificarnos y diferenciarnos con etiquetas: Juanito es muuuy inteligente, Ana, es perezosa y rebelde, Papá es un graaan médico... Se me ocurre esta imagen de un ser descubriendo sus gustos y placeres, sus limitaciones y frustraciones en una habitación vacía pero infinita de posibilidades, que es el mundo, de pronto comienza a llegar gente con post its con letreros que le pegan al cuerpo: bello, torpe, indeciso, sagitario, responsable, tirano, etcétera. Entonces de pronto este sujeto tiene la enorme dicha de avanzar en su desarrollo predeterminado por estas proyecciones de la gente que lo rodea, desprovisto de la angustia de no saberse ante el abismo, avanza con esos recursos que son paz pero también condena. Autómatamente sigue la ruta del deber ser afín a sus pasiones sí, pero desde una superficie pletórica de símbolos y significados que probablemente fue adoptando desde la imposición de diversos sistemas en que se haya inmerso: el capitalismo, religión, nacionalidad, clase social, y cada una de las identidades que le proveen y, por las que, aunque parezcan aleatorias hay que pagar un costo: la identidad.
En la película El sacrificio, de Tarkosvski, el protagonista le cuenta a un niño la historia de un monje que le pide a su pupilo que suba una montaña con un pequeño cubo de agua para regar un arbustillo estéril, el aprendiz de monje lo hace y al cabo de tres años el arbusto se llena de diminutos retoños: el protagonista le dice al niño que tal vez si uno hace pequeños rituales, aunque aparentemente no tengan sentido, o sean inútiles, como despertar todos los días a las siete de la mañana y tirar un vaso de agua por el WC se produce una especie de grieta en el sistema y se abre la posibilidad de un mundo mejor. Algo así…
Considero que el simple ritual de realizar una acción que no sea con el fin de complacerse a sí mismo, si no de permitirse el absurdo de la incomodidad y el desapego son una de las prácticas espirituales y de templanza mental más satisfactorias. ¿Quién, que tenga unos pocos pesos en lugar de multiplicarlos o atesorarlos decide compartirlos con alguien que pasa por la acera?, ¿quién, a pesar de su propia miseria y dolor existencial prefiere silenciar su ego y trabajar con otros y servirles con devoción?, ¿quién, en el fondo de su apego, pozo de inseguridad y narcisismo, decide amar a otro incondicionalmente por el sólo ejercicio de renunciar a su forma predeterminada de manipular emocionalmente, o sea, sin buscar el reflejo de sí en el lago de la mirada del amado?, ¿quién quiere dejar de ganar y demostrar a toda costa que la arbitrariedad de su neurosis exige la nulificación del otro disfrazada de argumentos justificados?
He visto como la izquierda y la derecha se encuentran en un punto de inflexión decadente justificado por la rectitud de lo que es correcto, de lo que se considera justo y ético… Un puñado de dictadorzuelos ridículos queriendo aleccionar sobre cómo vivir la vida, luego los científicos, los académicos, amarrados a la cadena del subsidio de Estado, igual que los artistas sentados en polvosas estanterías , para decir lo que haya que decirse con tal de servir eficientemente al interés capital: la devoción a la comodidad y la seguridad del capullo.
Un mundo donde unos tenis cuestan el gasto de cincuenta familias para un mes, una epidemia mundial de obesidad y por tanto de diabetes y cáncer, un paradigma ejemplar corrupto y nefasto, un mundo triste donde toda la gente quiere estacionarse lo más cerca de la entrada, demostrar que es más grande, más inteligente, más capaz, de los que trabajan para esta gran fábrica de esclavos de la comodidad.