Cada 15 de enero se recuerda a San Pablo, considerado “el ermitaño” porque entregó su vida a Dios por la salvación de las almas, viviendo y sacrificándose en una ermita, es decir en una habitación o lugar solitario y retirado del mundo.
San Jerónimo, en el siglo quinto (V), contó que San Pablo el ermitaño nació en el 228 en Egipto. Fue bien educado por sus padres pero a los 14 años quedó huérfano. En el año 250 estalló una gran persecución contra los cristianos que buscaba que los creyentes renegaran de su religión.
San Pablo entonces se escondió pero su cuñado, que quería quedarse con sus bienes, lo denunció ante las autoridades. Pablo huyó al desierto y en la soledad se dio cuenta que podía encontrarse tranquilamente con Dios. De esta manera se propuso ayudar al mundo con penitencias y oraciones por la conversión de los pecadores.
Cuenta San Jerónimo que Pablo se alimentaba de una palmera y cuando esta no tenía dátiles un cuervo le llevaba medio pan.
Por aquel entonces el gran San Antonio Abad, padre del monacato, oyó en sueños que había otro ermitaño más antiguo que él y emprendió un viaje para encontrarlo. Cuando llegó a la cueva donde estaba San Pablo, este tapó la entrada con una piedra pensando que era una fiera. San Antonio le suplicó por largo rato que liberara la puerta para poder saludarlo.
San Pablo finalmente salió y los dos santos, sin haberse visto antes, se saludaron llamándose por su nombre. Luego se arrodillaron y dieron gracias a Dios. Un cuervo les llevó un pan entero y ambos lo partieron tomando cada uno una mitad.
Al día siguiente San Pablo anunció que ya había llegado el momento de partir al cielo y le pidió a San Antonio que fuera a su monasterio para que le traiga el manto que el Obispo San Atanasio le regaló porque quería ser amortajado con aquella vestimenta.
San Atanasio, sorprendido por todo lo que sabía San Pablo, fue a traer el manto y cuando estaba de regreso contempló en una visión que el alma de Pablo subía al cielo rodeado de Apóstoles y ángeles.
Al llegar a la cueva del ermitaño, San Antonio encontró el cadáver de San Pablo arrodillado con los ojos mirando al cielo y los brazos en cruz. De esta manera, San Pablo murió en el silencioso y humilde servicio de la oración.
La tradición afirma que luego llegaron dos leones que cavaron una sepultura y San Antonio pudo enterrar allí a su amigo Pablo. San Antonio, como respeto, siempre conservó la vestidura de San Pablo hecha de hojas de palmera y se revestía con ellas en grandes festividades.
San Jerónimo decía: “si el Señor me pusiera a escoger, yo preferiría la pobre túnica de hojas de palmera con la cual se cubría Pablo el ermitaño, porque él era un santo, y no el lujoso manto con el cual se visten los reyes tan llenos de orgullo”.
ACI Prensa