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Religiones en el espacio público | La Virgen de Guadalupe y la identidad de los mexicanos

Tuve la oportunidad de, hace 2 años, visitar el Real Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, en Extremadura (allá en España). Mientras subíamos a donde se puede ver de cerca la imagen de la Virgen, el sacerdote franciscano que nos guiaba comentó que muchos de los que acompañaron a Hernán Cortés en sus expediciones por México y el Caribe, provenían de estos rumbos. De ahí que llevaran esta devoción a la Nueva España.

Una de las coincidencias entre las imágenes de la Virgen de Guadalupe de Extremadura y la de México es que, ambas, son de tez morena (como morena también es la Virgen del Monasterio de Monserrat, en Cataluña). Si acaso, la imagen que está en el coro del Monasterio guarda más semejanzas a la del Tepeyac. En lo personal, claro, me gusta más la imagen mexicana.

Hace un año, cuando anduve de misiones en la Sierra de Tatahuicapan, en el Estado de Veracruz (México), me tocó celebrar el 12 de diciembre en una comunidad indígena. En la homilía, mencioné la visita a Guadalupe (Extremadura). Y, dado que la capilla tenía vista al Golfo de México, recordé que por esos mares habían llegado los conquistadores del Viejo Mundo. Para entender el significado de lo que representa la Virgen de Guadalupe para el pueblo mexicano, hay que remitirnos a esas primeras décadas en que fue derrotado el imperio azteca. Hay que imaginar la crisis que significó, para los sobrevivientes, ver derruidos sus antiguos templos, junto con el aniquilamiento del sistema de creencias y tradiciones religiosas que habían heredado de sus antepasados. La Evangelización en la Nueva España, en muchas ocasiones, vino precedida por la espada. Más que el convencimiento por el testimonio, muchas veces fue sometimiento. Sin embargo, en medio de ese trauma, vino el mensaje de la Virgen, que, como ungüento en herida, abrió horizontes de esperanza: “Kuix amo nikan nika nimonantsin” (“¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?”, Nikan Mopoua, 121). Ante la orfandad de los vencidos, este anuncio significó una Buena Noticia.

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Llama la atención que, uno de los tatuajes que más aparecen en la piel de los presos en las cárceles mexicanas, es el de la Virgen de Guadalupe. Lo mismo sucede en migrantes mexicanos que viven en EUA (algunos tienen papeles de residencia legal, otros no). En estas circunstancias adversas, las palabras “¿acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?” siguen acompañando al marginado y a quien se encuentra en situación de desamparo.

El próximo 12 de diciembre, fecha en que conmemoramos a la Virgen de Guadalupe, me tocará estar en Samachique, comunidad de indígenas rarámuris, en la Sierra Tarahumara (en Chihuahua, Norte de México). Ahí mis hermanos jesuitas llevan muchos años trabajando en la Misión. Voy con un grupo de jóvenes, algunos con inquietud vocacional. Nuestro deseo es conocer la labor misionera de los jesuitas y las tradiciones y festividades rarámuris.

El pueblo rarámuri, en el transcurso de más de 400 años, ha resistido y se ha sobrepuesto a una historia de invasión y discriminación. Siguen siendo despojados de sus tierras. Sus bosques de pino son sobreexplotados. A la pobreza y desnutrición en que sobreviven, hay que agregar la amenaza del narcotráfico. Por eso, habitan lugares alejados en las montañas, en territorios de difícil acceso, con temperaturas extremas en invierno. En medio de tantas adversidades, los rarámuris (los pie ligero) tienen, como característica más distintivas, su destreza para caminar y correr en terrenos agrestes y accidentados. Con ellos vamos. Vamos a acompañarlos y a estar presentes en sus fiestas.

Los rarámuris tienen un hondo sentido de comunidad. Cada tanto se juntan y festejan con danzas al ritmo de tambores. Seguramente a Nuestra Madre del Cielo le gusta que sus hijas e hijos se reúnan y, como hermanos y amigos, bailen y celebren por estar juntos otra vez. Quizá el baile es una de las mejores maneras de resistir y de decir: seguimos vivos, la alegría nos convoca y seguimos estando unidos.