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Docente ejemplar | Huberto Meléndez

El entusiasmo inicial fue disminuyendo en el grupo de observadores de una práctica docente, conforme fue transcurriendo el tiempo del desarrollo de la clase, con cuarenta niños de cuarto grado de primaria, inquietos, traviesos, ruidosos, distraídos, juguetones e indiferentes a los llamados de atención de un joven normalista, quien había estado preparando su planeación de Educación Física, con la anticipación consabida.

Semanas antes el titular de la materia solicitó al jovial estudiante, el reto de dirigir una muestra pedagógica con la presencia de sus condiscípulos, quienes fungirían como testigos de la actividad y posteriormente evaluarían cualitativamente su desempeño.

El muchacho, pretendiendo mejorar su promedio de calificaciones aceptó y, después de poner a consideración del maestro los borradores del plan de clase, producto de sus propias intuiciones, consensadas con su equipo de trabajo, se dispuso a atender la sesión con los alumnos de una escuela de la localidad.

Llevó a los escolares a la plaza cívica, pidiendo formarse en dos filas, una de niñas y otra de niños. Colocado al frente de las desordenadas columnas emitía las instrucciones, levantando gradualmente el volumen, al darse cuenta de la indiferencia de los más alejados.

Fue a formarlos uno a uno poniéndolos en determinado sitio e indicándoles conservar el lugar en referencia a quien iría adelante y detrás de cada uno. Apenas se alejaba a atender los de la otra fila cuando los anteriores dejaban la formación y correteaban por la cancha concentrados en sus propias distracciones.

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Los otros normalistas esperaban un cambio de dinámica del practicante, pero fue en vano, la inquietud creció y empezaron a organizarse pequeños equipos de condiscípulos para entrar a auxiliar a su angustiado compañero.

-Yo podría disciplinar a esos niños si fuera su profesor durante un par de semanas, dijo uno de los observadores.

-Esos niños carecen de la noción de autoridad, expresó otro.

-Es evidente la carencia de colaboración de sus madres y padres de familia, se escuchó de alguien más.

– Yo sería más enérgico, sentenció un cuarto compañero, impaciente.

El docente abordó al desesperado muchacho y le pidió dejar al grupo. Llevó a sus labios el acostumbrado silbato que portaba colgado del cuello, dio un silbatazo corto y uno más prolongado, a la vez que ponía las manos en alto.

Por arte de magia los exaltados alumnos hicieron silencio. Con voz firme, a la vez que amable, pidió colocarse alrededor suyo en posición de cuclillas. Instruyó que al primer silbatazo largo, todos se pusieran de pie con las manos arriba. Al escuchar el silbatazo corto debían poner las manos al piso, sin apoyar las rodillas.

Los observadores quedaron perplejos por la facilidad para reorganizar a la sesión.

El maestro sabía que disponer del conocimiento a impartir, contar con un amplio abanico de destrezas y técnicas, además de saber cómo y cuándo utilizar la técnica idónea con sus pupilos, son las cualidades de un profesor asertivo.