Hace algunos años, en una reunión de adultos, en casa de una amiga, encendí un cigarro y una niña me regañó de manera muy prepotente porque una lista enorme de daños que produce el tabaco y su derecho al aire puro, ajá, al aire puro…
Estos niños dioses que cargan con las proyecciones de toda su estirpe y viven una infancia ya no de juego, creatividad y ocio (esta última palabra suena a culpa y pecado) sino de clases de lo habido y por haber que los ayude a ser los más de máses. Alguna vez coincidí con una mamá orgullosa de que su pequeño de cinco años no tuviera libre más que la tarde del domingo porque todos los otros días, oh dioses, tenía clases y cursos: japonés, karate, inglés, robótica, natación, cerámica, pintura y no sé qué más.
Cuando fui madre primeriza caí abatida ante el asfixiante peso del “deber ser“ mío y de mi hijo, de tal forma que tuve que regresar a psicoterapia para entender mi nuevo rol y no deshilacharme de culpa o apretarme la hebra de tanta rigidez. Una lectura fundamental fue La Demasiada Educación, un libro que hace un análisis sobre la estimulación temprana implementada en los años setenta en poblaciones vulnerables en Nueva York, y cómo paulatinamente se convirtió en una moda en las clases medias y altas de la sociedad estadounidense, demandando de las infancias habilidades y comportamientos imposibles para su edad: lo que implicaba un apoyo para el desarrollo de los niños en condiciones de pobreza y abandono, se convertía en una rígida imposición para los niños privilegiados produciendo estrés y depresión (y no… no voy a escribir los niños y las niñas, les niñes, aún menos. Perdemos demasiado siendo políticamente correctos, como si todo estuviera en la forma y no en el fondo).
No deja de ser inquietante que la tolerancia a la frustración así como el esfuerzo a largo plazo sean herramientas cada vez menos mostradas por las generaciones mal llamadas de cristal o mazapanes, digo, porque aunque los recursos con que cuentan, en oposición a éstas, sean absolutamente diferentes a los nuestros, los nativos en la era digital cruzan por abismos aún hoy indescifrables para el devenir humano. Me viene la idea de la imagen del cuerpo sin cuerpo, lo abstracto de la virtualidad, lo quimérico imposible.
Dos escenas me llaman la atención: la hija de una amiga que en una clase de manejo ante la inminente pérdida de control del auto, de plano soltó el volante y cerró los ojos… Mi hijo que iba a cenar un plato de cereal desistiendo porque el bote de leche estaba cerrado... en estos pequeños gestos descubro cómo se cava esta brecha generacional: Mientras los chicos tienen un acceso ilimitado a través de las TICs a todo tipo de información, recursos para el aprendizaje y el hacer, satisfacciones inmediatas de conocimiento, juego, comunicación, su capacidad de lidiar con los obstáculos de lo corpóreo y el esfuerzo de largo aliento que esto implica es menospreciado o inasible, porque para estas generaciones lo “orgánico“ también es lo virtual y ellos saben interactuar con “naturalidad“, no como mis contemporáneos.
Niños dioses dominados por la dictadura de las tecnologías de la comunicación, que experimentan un mundo absolutamente diferente al mundo en que crecimos los que migramos a la digitalidad. Paradójicamente, personas construidas en paradigmas de tolerancia y respeto a la vastedad de expresiones humanas, mucho más capaces de la abstracción y la sensibilidad, mucho más libres de criterios de identificación o etiquetas, en una Babel exquisita, gente nueva, que, sin embargo, probablemente tendrán que volver unos siglos atrás para procurarse la existencia, es decir, el trabajo comunitario de la agricultura, la abstracción en la observación de los procesos de la naturaleza, la tolerancia y empatía con el otro, el reparar y remendar versus el tirar y comprar nuevamente, porque si bien el mundo virtual es para ellos una manera de existir, la prevalencia de los ecosistemas y la procuración de la seguridad básica para esta existencia, contempla un inminente retorno a los métodos más antiguos de relación hombre–natura.
Cuando imagino el mundo posible que construirán y heredarán a las siguientes generaciones, estos niños dioses, estos dioses sin paraíso ni cielo, absorto en paradigmas novísimos, sé que no será en absoluto como a mi me gustaría, como yo opino, lo que creo que es correcto. Tal vez por eso la niña regañona se tuvo que ir a su cuarto sabiendo que en ese momento preciso, ese no era su tiempo, ni el lugar, ni la forma.