Tendemos a agradecer por lo que nos hace felices: una muestra de cariño, un aumento de sueldo, un ascenso en el trabajo, algún reconocimiento público, un premio, los hijos, la vida, los cumpleaños, el amor o una señal de apoyo tangible. Pero pocas veces nos detenemos para dar las gracias por todo aquello que no nos salió como lo planeábamos; esos fracasos que se sienten como sinónimo de miseria; esos momentos en donde lo que dábamos por sentado, se nos hizo añicos en los brazos; por la incomodidad que nos pica y enroncha; por todo aquello que no alcanzamos a comprender y las heridas que no han sanado a pesar del tiempo.
Cuesta trabajo abrazar las sombras. Es complicadísimo celebrar los grises. Es una odisea aplaudir los tumbos.
Este Día de Acción de Gracias, lo quiero dedicar a las pérdidas, a los dolores, a los distanciamientos, a las puertas que se cerraron y a los muchos silencios en los que me ahogo de vez en cuando. ¡Muchas gracias!
No es una celebración al pesimismo ni una intención de glorificar la precariedad; solo es que, mientras martillo estas teclas, no puedo dejar de pensar en lo afortunada que soy porque no se haya cumplido aquel plan de vida y carrera que escribí en la universidad.
Agradecer por las cosas que no fueron quizá es la mejor manera de abrirle la puerta a lo que será; soltar la pluma es quizá la mejor manera que tenemos de tachar y borrar, de volver escribir, de arrancar páginas, de sanar en papel y en el alma. Lo que se nos negó es quizá el capricho del ego y la complicidad con los ancestros. No sé. Estos dilemas me intrigan y me consuelan.
Entre más pasan los años, más sentido le encuentro a esta tradición anglosajona de celebrar la gratitud. Esta valoración no tiene nada que ver con lo que nos enseñan en los libros de texto o los festivales de niños vestidos de pavos y peregrinos. No. La apreciación no viene de las conquistas y colonizaciones; no es el contexto histórico de partir el pan en señal de paz… es, en realidad, un acto de rebeldía contra el mismo sistema que quizá lo instituyó.
El Día de Acción de Gracias es algo mucho más personal.
Cuando era pequeña, uno de mis tíos no tenía la posibilidad de volver a México para las fiestas. Entonces, los que podíamos viajamos hasta Arizona para celebrar desde antes con él, con pavo y tamales, en una fiesta que era para nosotros una versión pequeña y adelantada de lo que era Navidad.
Con los años, esa cena familiar del otro lado del muro se fue convirtiendo en una celebración de vida y todo lo que nos atropella en ella. Nos dimos cuenta de la fragilidad de la salud y lo sueños; las delicadas líneas que se cruzan en las familias; las veces que desentonamos; lo poco que nos vemos; las injusticias y los anhelos truncados; las palabras que no se acaban y los abrazos que nunca se volverán a dar. Y hacemos las paces con lo que fue y lo que será.
Así que, si al final brindamos, que sea justo por eso: por los tumbos y los contratiempos, por los deseos que se transformaron, por los benditos errores que nos tienen aquí, por la falta de experiencia y el hartazgo de consejos, por todo lo que nos salió al revés, por todo lo que en realidad nos llevó hoy aquí. Nada hubiera sido tan perfecto. No creo que sea una coincidencia. Hoy doy gracias también por ti.