“Como quisiera, ¡ayyy!”
Esa voz. Esa voz.
“Que tú vivieras”
Esos recuerdos.
“Que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca…”
Y yo cerré los míos. Por dos acordes me fui a mi infancia, en la estancia de mi casa, donde el tocadiscos viejos de mi mamá acariciaba el disco de Juan Gabriel y Rocío Dúrcal.
“… y estar mirándolos”
La vi a ella alzando, como cada sábado por la mañana, tratando de ocultar las lágrimas que le surcaban las negras ojeras de otra noche sin dormir.
“Amor eterno…”
Se desplomaba en silencio para que no nos diéramos cuenta de lo mucho que le dolía todavía, mientras nuestra inocencia nos entretenía con juegos.
“… e inolvidable”
Encorvaba la espalda y se tocaba el pecho con disimulo, cada vez era más difícil contener una emoción que se exaltaba con las notas melancólicas de unas voces supremas.
“Tarde o temprano estaré contigo para seguir…”
Aquí se rompía. Se doblegaba frente al dolor. No había manera de calmar el pecho que se convulsionaba de melancolía.
“… amándonos”
Era el himno del duelo, del luto, de lo que fue y solo será en recuerdos. Ella era la representación de lo que cala en todas las dimensiones, la canción con la que se entierra a los muertos y con la que se consuelan los vivos. Esa era la melodía de su viudez.
Abrí los ojos y la vi a ella en el escenario de la Sinfónica de Phoenix, flotando en las memorias mientras acariciaba al que ya se fue. En ese instante lo entendí todo: Juan Gabriel nunca morirá y, gracias a su música, la memoria de mi padre tampoco.
Parpadeé y volteé a mi alrededor. No era la única llorando quedito en la oscuridad mientras coreaba la canción del ídolo mexicano, emocionada hasta el tuétano por ver al Ballet de Arizona darle vida en sueltos y piruetas a la música de uno de los grandes cantautores mexicanos; su música burló muros y recuerdos. Los bailarines vibraban de puntillas y a mí me hacían sentir que podía tocar el cielo.
No era la primera vez que se llevaban una ovación de pie por el espectáculo inspirado en el autor de “Inocente pobre amigo”. Este es el segundo año que el Ballet de Arizona rompe el escenario con un espectáculo magnífico inspirado en el legado del “Divo de Juárez”. En mayo de 2022, más de 5 mil personas recordaron ese icónico concierto de Juan Gabriel en Bellas Artes de 1990. En la segunda temporada, tan corta como de cuatro días, nos sumamos otros miles.
El espectáculo de Juan Gabriel es producido por Jacquie y Bennett Dorrance. La coreografía es de Ib Andersen, quien durante 10 canciones, algunas al estilo popurrí, nos hace recorrer los momentos dorados y los más oscuros del intérprete de “No vale la pena”. Comienza con “Yo te perdono” y culmina con “Querida”, pero recorre el dolor, la traición, el amor, la pérdida, la cárcel, los amantes y los secretos de un hombre que solo abrazando su oscuridad pudo agrietar el alma para que entrara -y saliera- su luz.
El vestuario fue diseñado por la mexicana Carla Fernández nos aterriza en los vientos y el movimiento del folclor, que con cada sacudida nos hacía sentir que las puntas de ballet zapateaba al estilo México y que el brillo, la excentricidad y el glamour de JuanGa le sobreviven tanto como su música. Una fusión de lo clásico con la historia a través de un romance con los textiles.
Juan Gabriel lo volvió a hacer, desde la eternidad, en un país que no era suyo pero se rindió a sus pies. A él no lo cruzan las fronteras, las conquista. Y “Así fue”.