Atrincherada en un baño de un centro comercial confesé en mi mente: Vida, estamos en paz. Estábamos escondidos por culpa de un hombre armado que causó pánico y nos abrazábamos con fuerza, yo a mis hijos y mi mamá a todos. Lo recuerdo muy bien. Por un instante sentí que, si me tocaba, estaba lista; pero no quería que les pasara nada a ellos. De esto fue hace poco más de un año y no dejo de darle vuelta a la idea de la muerte, tan abrupta e inesperada. No fue en balde: Ahora tengo un testamento.
Sentarme frente a un abogado para hablar de una muerte -que se me antoja muy lejana- fue un detonante para dolores guardados en lo más recóndito del alma y la historia. Mi padre murió cuando yo tenía 3 años recién cumplidos; mi tata, un par de años después. Papá sabía que sería el primero y dejó todo en orden; pero la partida de mi abuelo provocó un huracán familiar que lo destruyó todo. He visto los dos lados de la moneda y sé que dejarla en el aire solo prolongará agonías.
Por eso me preparo para la ausencia. Tengo poco y lo más valioso no se puede heredar: mis hijos. Por eso en familia nos sentamos a hablar del futuro. Les preguntamos a los pequeños con quién quisieran vivir si les pasara algo a papá y mamá, y quién cuidaría a Maxi, nuestro perro. A sus 9 años, ellos aún no entienden la magnitud de la muerte. Hablamos de ella, honramos a los nuestros, mantenemos vivas sus memorias, pero en el fondo todos deseamos ser eternos para el otro.
Entre adultos hablamos de custodias, papeles, dinero, la casa, los autos, los artículos de valor sentimental, las cuentas de banco y los ahorros del retiro, los fondos escolares, las deudas y todo lo que tiene un valor económico o personal. Lo pusimos en un fideicomiso con reglas claras. Hablamos con aquellos que tendrían que hacerse cargo si no estamos, hasta que los cuates puedan reclamar lo que sería suyo. Firmamos. Pagamos. Le dimos vuelta a la página.
Nos preparamos para los extremos. Un momento respiramos y al siguiente ya no. Pero el abogado nos recordó que hay algo en medio, ese incómodo y gris limbo viviente, ese momento en el que quizá ya no podamos valernos por nosotros mismos ni tomar decisiones básicas de la vida. Me cuesta tener la determinación para saber si quisiera que me desconectaran o si debiera aferrarme a la vida mientras algo en mi cuerpo funcione, aunque sea a medias. Se me divide el mundo de la fe y la lógica, y no quisiera nunca poner a nadie en esa “y” por mi indecisión.
Lo que tengo claro es que quiero donar todos los órganos y los restos que se queden en un ataúd listos para un funeral lleno de flores. ¡Ah, el funeral!, irónicamente me hace ilusión. Me lo imagino como en los pueblos, caminando de la iglesia al cementerio, con un poco de música, las coronas de rosas y los llantos queditos de la gente que me quería bonito. Todo está en mi imaginación. No estaré para verlo.
Este mes del Testamento me pone un poco nostálgica porque me obliga a pensar en el más allá sin el humor, el arte y la ironía de las calaveritas. No es invocar a La Huesuda, es saber que no podremos jamás huir de ella y eso me obliga a centrarme en el vientre de mis miedos.
¿Estás listo para cuando te toque partir? Muerte, estamos en paz.