Conocí a Nathali en el 2020. Llegó a Perú en el 2017. Tres años más tarde, en medio de la cuarentena obligatoria decretada en los países de América Latina, el 11 de agosto ella decidió regresar a su país, Venezuela, junto a su esposo, sus dos hijas y su hijo de apenas un año nacido en Perú.
Ella volvió porque las condiciones en Perú, producto de la pandemia y las restricciones, se volvieron complicadas para su familia. Aunque recibió mucho apoyo de nacionales y paisanos, las posibilidades de encontrar trabajo en medio de un confinamiento fue imposible. Así que su mejor opción fue regresar.
Pero en Venezuela el panorama no era alentador. Tras pasar un mes en Mérida, una ciudad en la cordillera de los Andes en el noroeste del país, decidieron buscar a su hija mayor, que se encontraba en Caracas, y volver al país del que se había despedido unos meses atrás.
La historia de Nathali es especial. No solo porque fue una forma de reencontrarme con el periodismo, sino porque para mí es una muestra de la resiliencia que tienen las y los migrantes venezolanos en los países a donde van a buscar oportunidades, y que muchas veces no encuentran.
Nuestra relación se siente cerca, a pesar que no nos hemos visto, y aunque nuestras promesas de un abrazo están más distantes que nunca. Distantes porque ahora están regresando, por segunda vez, a Venezuela. Me dijo que estaba cansada. Su mensaje fue una sorpresa, su esposo, René, fue el primero que me envió una nota de voz, con el tono de voz animado que lo caracteriza, me contaba que se habían ido. Cuando me escribió, la familia estaba en Trujillo, una ciudad al norte de Perú, y que en pocos días iniciaban su travesía de regreso.
Su mensaje me sorprendió, pero lo que me contó Nathali me dejó sin palabras: “Lo que de verdad nos llevó a tomar esta decisión tan radical fue que me dieron una golpiza que casi me matan, Héctor”.
Quise entender más lo que había pasado. Pero internamente ya lo sabía.
Nathali trabajaba en un centro de tapicería en la localidad de San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado de Lima, y aunque asumió roles de encargada y administradora del lugar, no se encontraba bajo ningún esquema de contratación vigente en el país, y por ende, sin beneficios. Algo que no es nuevo. En el 2019, un reporte del BBVA Research indicaba que más del 90% de las personas provenientes de Venezuela se encontraban en la informalidad laboral.
Pero la realidad ahora es otra. Es muy similar a la de Nathali. Muy similar a los golpes y patadas que recibió, y que le dejaron secuelas. Como lo reseña esta propuesta del Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico: “El caso de las mujeres venezolanas es remarcado por la confluencia de un triple peligro compuesto por su nacionalidad, género y su condición de migrante”.
Ella me contó que fue a la policía a presentar la denuncia. Siguió los canales regulares, en un proceso que duró unas tres horas. Tres horas que fueron suficientes para que su agresora armara una defensa y el caso finalmente quedara sin respuesta. ¿Las razones? Porque, según los policías, Nathali no presentó suficientes pruebas; porque no llevó a una patrulla policial hasta el lugar de la agresión; por no tener los argumentos necesarios para seguir con un proceso en el que condenen este acto de violencia.
Si bien hay algunas organizaciones como la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil) que tiene una plataforma web para hacer denuncias cuando un trabajador o trabajadora es víctima de acoso laboral, sin importar la vinculación laboral.
Otras instituciones como la Defensoría del Pueblo se ha pronunciado en momentos determinados. Pero llega hasta ahí, un pronunciamiento que no promueve la integración, que muchas veces no garantiza los derechos de Nathali o de cualquier otro migrante que esté en una situación de vulnerabilidad.
Se trata de sociedades fallidas que no entienden que hay 6 millones de migrantes, refugiados y desplazados que han salido de Venezuela buscando oportunidades y una mejor calidad de vida.
Pienso en el caso de Nathali y me da impotencia, porque será uno que quede en impunidad. Porque no se garantizaron sus derechos, porque no la escucharon ni tomaron como válida su denuncia, aun sabiendo que es una mujer, migrante, y que fue violentada y las pruebas estaban en las heridas de su cuerpo.
Yo intento ser optimista con nuestras sociedades de acogida, aunque sea una utopía suponer una mayor integración. Sé que el tiempo cambiará y ese “sueño” de integración será un resultado, no una consecuencia directa de la migración.
La conversación que tuve con Nathali fue una especie de despedida. Creo que con las historias y las palabras que intercambiamos fue como una especie de abrazo virtual que recibimos los dos.
Al terminar, de momento, la conversación con Nathali, ingresé a Twitter y me encontré con una cita del libro “Ocaso de la democracia” de Anne Applebeaum, y que me hizo entender más este proceso y lo que todavía debemos pasar para tener sociedades más amables para las y los migrantes: “Cuando la gente afirma estar irritada por la cuestión de «la inmigración», no siempre está hablando de algo que haya vivido y experimentado; está hablando de algo imaginario, de algo que teme”.