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OPINIÓN | Sin una ciudad permanente; un texto sobre política y religión

La política no siempre responde a las necesidades de la religión. | Foto: Pixabay.
Ahora que pasaron las elecciones en EEUU, vale la pena preguntarse qué papel juega la Iglesia en la sociedad y cómo contribuye en el ámbito político. | Un texto de ACI Prensa.

Está llegando a su fin una temporada electoral larga y divisoria. Como católicos que somos, sabemos que ningún partido o candidato representa plenamente la visión de la Iglesia acerca de la persona y de la sociedad humana. Vivir, como persona de fe, en nuestra sociedad secular, implica el quedar siempre insatisfechos ante las limitaciones de nuestra política.

Jesús nos dijo que su reino no era de este mundo. Sus primeros discípulos se describían a sí mismos como exiliados y peregrinos en la tierra.

“Pues aquí no tenemos una ciudad permanente, sino que buscamos la ciudad venidera”, leemos en la carta a los Hebreos. San Pablo dijo que nuestra verdadera ciudadanía es la del cielo.

Esto es cierto. Nunca podemos olvidarlo. Para mucha gente, la política actual se ha convertido en un sustituto de la fe religiosa. Pero no puede ser así en nuestro caso.

La verdad es que estamos aquí sólo por un tiempo. Cuando ese tiempo pase, nos encontraremos con Nuestro Señor. Y en la tarde de nuestra vida, como nos lo dicen los santos, seremos juzgados en el amor.

Esto no significa que tengamos que abandonar este mundo o que tengamos que evitar participar en la política o en el funcionamiento de nuestra sociedad.

Estamos llamados a seguir a Jesucristo y a vivir de acuerdo con sus mandamientos y enseñanzas. El sólo hecho de vivir nuestra fe tiene profundas implicaciones políticas y sociales.

Vivir como cristianos significa dejarse guiar en todo por el amor, por un deseo sincero de buscar que el prójimo sea tratado como nosotros queremos que nos traten, es decir, con dignidad y respeto.

Nuestra fe es profundamente personal. Pero nunca se trata de que sea una cuestión únicamente relacionada con nuestras creencias y comportamientos privados.

Como cristianos, compartimos la misión de Jesús. Estamos llamados a ser apóstoles, discípulos misioneros que llevan el amor de Jesús a nuestro prójimo. También buscamos edificar su reino en la tierra.

El Evangelio nos dice que Dios es el Padre de todos los pueblos, que cada vida humana es preciosa y Dios la ama. De igual forma, nos dice que pertenecemos unos a otros, que hemos de vivir juntos como una única familia humana.

Jesús nos enseñó que toda vida humana es sagrada, porque Dios creó a cada persona por amor y a su imagen. Y toda la fe en el Evangelio depende de esta verdad. Dios amó tanto a todas y cada una de las personas, que envió a su Hijo único a morir por nosotros. Gracias a esto, nosotros podemos tener vida.

Estas son afirmaciones religiosas. Pero si aceptamos y creemos en estas afirmaciones, ellas cambiarán la manera en la que vivimos y en la que pensamos acerca de qué es lo que constituye una sociedad buena, como la política.

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La Iglesia, los gobiernos y las economías, las sociedades y las culturas deberían tener tan sólo un propósito: promover la dignidad y el florecimiento de la persona humana.

Por eso, la Iglesia cree que el fundamento de la justicia en la sociedad empieza en la protección y promoción de la santidad de toda la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural.

La Iglesia considera sagrados el matrimonio y la familia, porque estas instituciones naturales son la “cuna” de la que procede la vida y el fundamento de toda comunidad humana.

También considera que el gobierno y la política deben proteger la libertad de religión y de conciencia como la primera libertad. La gente debe ser libre de creer y de ordenar su vida de acuerdo a sus creencias.

A partir de estos cimientos —la santidad de la persona humana, la santidad del matrimonio y de la familia, el derecho a la conciencia y a la libertad— se construye la doctrina social de la Iglesia.

Como católicos, estamos llamados a trabajar por una sociedad en la que la persona humana sea amada y protegida, especialmente las vidas humanas más débiles y vulnerables.

Hemos de fomentar una sociedad en la que todos los hombres y mujeres sean tratados como hijos de Dios, con igualdad, libertad y justicia para todos.

La Iglesia debe siempre participar en los grandes combates que enfrenta nuestra sociedad en cuanto al aborto, a la eutanasia, al medio ambiente, al género y la familia; al racismo, a la justicia penal, a la inmigración y a la libertad religiosa.

Estos no son solamente “problemas” políticos. Son problemas morales y religiosos, que van al meollo del asunto: ¿Quién es Dios y por qué nos ha creado? ¿Cuáles son sus intenciones para la persona humana, para el mundo?

No contamos aquí con una ciudad permanente, como dicen las Escrituras. Pero cada uno de nosotros está llamado a hacer su propia contribución a la edificación del reino de Dios en la tierra.

Hacemos eso manteniendo nuestros ojos orientados hacia el cielo y tratando de vivir como santos en la tierra.

Volvamos a consagrarnos a nuestra vocación a la santidad: a amar como Jesús nos ama y a servir a Dios y a servirnos los unos a los otros en nuestra vida cotidiana.

Oren por mí esta semana y yo oraré por ustedes.

Y pidámosle a la Santísima Virgen María, patrona de esta gran nación, que interceda por nosotros. Que ella nos ayude a trabajar juntos para llevar a cumplimiento el hermoso proyecto de los misioneros y fundadores de Estados Unidos de tener una nación bajo la protección de Dios, en la cual se defienda la santidad de toda vida humana y se garantice la libertad de conciencia y de religión.

Texto escrito por Mons. José Gomez y publicado originalmente en ACI Prensa.

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