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OPINIÓN | Aprendiendo la humildad del corazón

La humildad es la verdad. Significa saber quiénes somos, requiere ser honestos con nosotros mismos.

En esta Cuaresma, hemos de buscar tratar de adentrarnos más profundamente en los misterios de la vida de Jesucristo, de seguirlo más de cerca, de comprometernos nuevamente a buscar hacer que su vida sea el modelo de la nuestra.

La humildad es la clave que nos permite entrar en el corazón de Jesucristo. “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón”, nos dice Él.

Si nos damos cuenta, la “humildad de Dios” es una de las verdades definitorias de nuestra fe.

Al reflexionar sobre esto vemos que es algo asombroso y hermoso. En la Encarnación, la Palabra de Dios, por medio de la cual fue creado el universo, eligió convertirse a sí mismo en una criatura.

El que gobierna el cielo y la tierra se humilló a sí mismo y bajó del cielo para hacerse nuestro siervo.

Como dice San Pablo: “Él se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”.

Ése es Dios. Él es un Dios que nos ama tanto que se humilla a sí mismo para compartir nuestra humanidad; un Dios que se acerca a nosotros para levantarnos; que muere por nosotros para que podamos tener parte en su divinidad.

La humildad de Dios tiene el propósito de mostrarnos una forma enteramente nueva de vivir. El imitar a Jesús en su humildad, es la manera en la que descubrimos nuestra verdadera humanidad.

Y Jesús nos ordena practicar la humildad de muchas maneras diferentes. “El que quiera ser grande entre ustedes, que sea el servidor de todos”, nos dice Él.

Pero con frecuencia la humildad es mal interpretada.

No implica que debamos degradarnos o reprocharnos a nosotros mismos por nuestros fracasos y debilidades. No se trata de sentirse inferiores o como si no valiéramos nada. Esto no es humildad.

Santa Teresa de Ávila dijo que la humildad es la verdad. Significa saber quiénes somos, requiere ser honestos con nosotros mismos.

La verdad es que somos pecadores y que no somos dignos de estar en la presencia de Dios.

Reconocemos esto cada vez que celebramos la Eucaristía. Empezamos la misa confesando nuestros pecados y antes de la comunión, oramos diciendo: “Señor, no soy digno…”.

Pero esta no es toda la verdad sobre quienes somos. La humildad nos hace conscientes de que somos imperfectos, de que somos débiles. Pero también nos permite darnos cuenta de que somos amados por Dios y de que Él nos llama a caminar con Jesús, a seguirlo y a participar de su santidad.

Ese camino que Jesús nos llama a seguir es su camino, el camino de la humildad.

Para crecer en humildad, tenemos que empezar por recordar que todo lo que tenemos proviene de las manos amorosas de Dios.

Necesitamos recordar con frecuencia cuánto se nos ha dado, qué tanto se nos ha perdonado, todas las tiernas misericordias de Dios en nuestra vida.

El esforzarnos por ser agradecidos nos mantendrá humildes. Nos hacemos así más conscientes de los dones de Dios en nuestra vida y de que no hay nada que podamos hacer para “merecer” o para ganar su amor.

La humildad significa saber que necesitamos a Dios, que dependemos de Él para todo. La humildad significa saber que con Dios todas las cosas son posibles y que todo lo podemos llevar a cabo gracias a la fuerza que Él nos da.

También crecemos en humildad al entregarnos unos a otros, al servir a los demás a ejemplo de Cristo, que vino a servirnos.

En la Última Cena, Jesús se arrodilló ante sus discípulos y les lavó los pies. Él nos sirve, se inclina ante nosotros, aunque seamos pecadores, aunque seamos débiles.

Nosotros estamos llamados a esta misma humildad, a este mismo servicio a los demás, especialmente a los pobres. “Les he dado un modelo a seguir”, nos dice Él. “Lo que yo he hecho con ustedes, háganlo ustedes también”.

El amor de Cristo es un amor humilde, el amor de un siervo. En su humildad, Él se inclina para levantarnos y para acercarnos a Él, así como cuando un padre se inclina para levantar a su hijo.

Tenemos que buscar su rostro, así como un niño busca el rostro de sus padres. Esto es lo que Jesús quiere decir al llamarnos a ser humildes a ejemplo de los “niños pequeños”.

Tenemos que confiar en la Providencia de Dios, en que Él siempre proveerá para nosotros. Tenemos que humillarnos a nosotros mismos, renunciando a nuestra propia voluntad para ponernos al servicio de la de Él.

Como nos lo dicen los santos, la humildad significa vernos a nosotros mismos como un pincel en manos de un artista, confiando en su plan, permitiéndole usar nuestra vida para llevar a cabo sus propósitos.

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Al continuar nuestro recorrido de Cuaresma, oren por mí esta semana y yo estaré orando por ustedes.

Y en esta santa temporada, dirijámonos especialmente a nuestra Santísima Madre María.

En su humildad, ella se ofreció a sí misma para ser la esclava de Dios. A través de su intercesión, que Dios nos conceda la gracia de ser humildes de corazón como ella lo fue. Y como Jesús nos llama también a que seamos.

Mons. José Gomez por ACI Prensa