30 de noviembre de 2024

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La democracia mexicana en su laberinto

Existe en México la percepción generalizada de que nuestra democracia inició en el año 2000, con el proceso electoral que sacó al PRI de Los Pinos y llevó ahí al primer presidente no priísta después de 7 décadas.

No estoy de acuerdo.

Si bien la alternancia política en la Presidencia de la República es un parteaguas importante, ésta es resultado de un largo y penoso proceso que pasó por los lamentables pero determinantes hechos de 1968, las diversas reformas políticas que primero sacaron de la clandestinidad a la oposición y después la incorporó al sistema de partidos, la paulatina apertura legislativa y de medios de comunicación, y la construcción de nuevas instituciones autónomas del Estado Mexicano, así como el camino de una auténtica separación de poderes.

Me inclinaría más con que estamos a punto de cumplir 20 años de la gran transición, porque fue la elección del 6 de julio de 1997 la que arrojó un hecho definitorio: el partido en el poder perdió por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados, que desde entonces ha estado conformada en tercios y sin una mayoría absoluta para nadie, con las dificultades que ello implica para el ejercicio del Poder Ejecutivo Federal, incluido el par de administraciones panistas previas a la actual.

La reforma que permitió este relevante capítulo fue la misma que creó el Instituto Federal Electoral ciudadano, que en los primeros años de su existencia disfrutó de una gran credibilidad, alimentada cuando José Woldenberg anunció que los resultados de la votación del año 2000 no habían favorecido al candidato oficialista Francisco Labastida Ochoa, sino al heterodoxo panista Vicente Fox Quesada.

Estoy convencido de que durante muchos años y antes de lograr la construcción de aquel IFE, el sistema electoral en el que el gobierno era juez y parte no funcionaba como sí se logró después.

Hoy, los votos se cuentan por ciudadanos y el entramado comicial funciona razonablemente bien, aunque durante los últimos años la palabra “fraude” es moda recurrente y resurge este 2017 después de las elecciones en el Estado de México y en Coahuila.

¿Por qué en tan poco tiempo se ha desplomado la credibilidad en nuestro sistema electoral que tanto trabajo nos costó construir?

La respuesta la encontramos en las renovaciones del Consejo del IFE, botín de cuotas partidistas que dieron al traste con la ciudadanización de la autoridad electoral, pero sobre todo como resultado de la elección de 2006, que generó una gran polarización político-social que se ha intensificado en nuestro país desde entonces.

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Las movilizaciones postelectorales de Andrés Manuel López Obrador en aquel año y la descalificación permanente de las instituciones relacionadas con nuestra democracia electoral durante los últimos 10 años, han minado confianza y certidumbre.

Total, que nos encontramos en el peor de los mundos: partidos políticos y militantes desacreditados –fenómeno no exclusivo de México sino mundial- pero también desánimo social y falta de credibilidad en el sistema electoral, al que se incorporaron institutos electorales estatales acosados por los gobernadores en turno.

¿Cómo salir de este laberinto?

Parece difícil, si seguimos creyendo que las urnas se rellenan, los votos no se cuentan bien, y la “mafia del poder” es capaz de manipular a su antojo la voluntad ciudadana que –paradójicamente- ha hecho crecer exponencialmente la presencia política de MORENA en todo el país y tiene a López Obrador a la cabeza de las preferencias rumbo a la elección presidencial de 2018

Adicionalmente, si fuera cierta esa visión exagerada que no matiza los problemas y excesos, pero tampoco los innegables logros, la alternancia no hubiera sido posible en 2000, la diferencia en 2006 habría sido mucho mayor en vez del virtual empate que aún tiene consecuencias políticas graves de descomposición, ni el PRI hubiera vuelto al poder en el 2012.

El gobierno actual, tras un inicio esperanzador que desatoró los acuerdos en el Congreso pero que después se hundió en los escándalos y el desprestigio, ha sido también causal de esta desazón.

Pero en todo caso, es saludable la discusión de que –ante la casi segura repetición de un escenario en que el ganador de la Presidencia logre apenas un tercio de los votos emitidos- busquemos nuevos caminos como la segunda vuelta electoral y/o la conformación de gobiernos de coalición que terminen con la parálisis legislativa de hace 2 décadas, cuya excepción son las reformas de Peña Nieto, en riesgo de reversión por un eventual triunfo del “Peje”.

En fin, que los partidos políticos, los candidatos y precandidatos e independientes, la propia estructura electoral atrapada en una absurda y compleja legislación, y la sociedad civil en general, debemos voltear hacia nuevos horizontes que nos indiquen el final del laberinto y la luz al final del túnel.

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