Paciencia y sapiencia: No sería sensato minimizar lo que significa para México la neonata presidencia de Donald Trump en nuestro vecino del norte, primero porque no es de ningún modo un asunto menor, y segundo porque han corrido ríos de tinta y horas-aire refiriéndonos al fenómeno trumpiano.
Y no lo haré a pesar de sugerir algo: olvidémonos un rato del odioso personaje.
Permítanme explicarme.
El presidente de Estados Unidos seguirá mandando tuits tempraneros todos los días, y algunos de ellos seguirán refiriéndose al muro fronterizo, a los “malos” mexicanos o a su interlocución telefónica con el mandatario azteca; el magnate seguirá firmando órdenes ejecutivas y peleando con su Congreso y particularmente con los demócratas; mantendrá su actitud soberbia ante todo lo que no suponga acuerdo o sumisión con su visión del mundo. En suma, nada cambiará.
Pero lo que sí podemos hacer es recordar aquel viejo proverbio de sentarte en la puerta de tu casa y esperar a ver pasar el cortejo fúnebre de tu enemigo.
No me refiero, por supuesto, a tirar la toalla y asumir una actitud derrotista, abúlica o desinteresada si se trata de defender nuestros intereses como país o la integridad y dignidad de los paisanos mexicanos que han contribuido a la prosperidad de la nación norteamericana.
Más bien hablo de no seguir atorados en la dinámica del “voy o no voy”, del “no dije lo que dicen que dije” o “si no pagas mejor no vengas”. No quiero mantenerme simplemente expectante para ver cuándo surge una nueva versión mal intencionada sobre alguna amenaza –real o velada- que Trump le haya espetado a Peña sobre el envío de su ejército a aplacar a los narcotraficantes mexicanos.
No me gustaría seguir confirmando que hay mexicanos que no tienen empacho en manifestar –vía espacios periodísticos o medios digitales- beneplácito por leer o escuchar versiones que hacen ver a nuestro presidente Peña Nieto como timorato, temeroso, derrotado, sumiso.
A mí no me satisface nada de eso, y creo que de nada nos sirve. Mejor esperemos a que las instituciones estadounidenses hagan su parte.
Porque soy de los convencidos de que Donald Trump, esa mala broma que empezó con una candidatura y que hoy es una patética realidad en Washington, pavimenta él sólo su propio camino a la autodestrucción política.
Sí, lectores. Creo que el gesticulador Trump no terminará su mandato constitucional en la Casa Blanca, si en apenas 2 semanas se ha peleado con todos y por todo, si ha violentado las más elementales formas políticas hacia dentro y –más notablemente para quienes no vivimos allá- hacia la política exterior norteamericana siempre activa y agresiva pero hoy francamente pendenciera y primitiva.
Veo, hasta ahora, como inevitable un eventual proceso de “impeachment” contra el mandato del actual heredero de los Roosvelt, Kennedy, Wilson, Bush, Clinton u Obama.
La fortaleza de los Estados Unidos de América pasó de la barbarie de la expansión de las primeras colonias inglesas hacia el oeste del muy vasto territorio norteamericano, a la fortaleza y candados de la ley y de las instituciones que la hacen valer.
No quiero decir que sea un Estado perfecto. No lo es. Pero su supremacía económica y geopolítica tampoco es una casualidad o meramente el resultado de la fuerza militar bruta.
Esas leyes y sus instituciones tendrán que encontrar, estoy seguro, el camino para acabar con esta terrible experiencia de quien quiere manejar al país más poderoso del mundo como una de sus empresas, incluyéndose con ello la posibilidad de fracaso y quiebra.
No se lo permitirán.
Luego entonces, esperemos.
La pregunta sobre el futuro de Trump, creo, no es el qué, sino el cuándo.