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​Adhesión fraterna | Huberto Meléndez Martínez

El reloj de pared, con tiranía inamovible marcaba las catorce horas con cincuenta minutos. Su entrada a clase de las tres de la tarde se proyectaba con retardo, porque uno de sus hermanos menores quería acompañarle a la escuela.

Tenían dos hermanos mayores, entonces ¿por qué este pequeño insistía en seguirlo precisamente a él?. La vida de aquellos era más interesante, conocían muchos juegos, sabían gran cantidad de trucos, eran buenos en el tiro al blanco, a mano o con resortera, tenían muchos amigos, contaban con experiencias más divertidas.

Él apenas cursaba el quinto grado de primaria y ya sentía el peso de la responsabilidad de proporcionar enseñanzas a este hermano menor.

Imaginaba lo difícil de llegar con él a la escuela. Nadie llevaba a sus hermanitos pequeños y al chiquillo le faltaba edad para entrar al Kinder. Quizá la maestra permitiera conservarlo en clase, pero dudaba del aguante dentro del salón, porque con seguridad querría jugar, entrar y salir del aula con libertad, al desconocer el funcionamiento del grupo.

Ándale, llévame contigo a la escuela. Decía insistentemente, tratando de escurrirse por entre las piernas de quien bloqueaba con su presencia, la puerta de la vivienda. Sabía que de conseguir salirse a la calle, tendría dificultades para regresarlo.

Acostumbraba llegar temprano al plantel, a veces con treinta minutos de anticipación, porque jugaba futbol o canicas con sus compañeros escolares.

Días antes y minutos previos a esta hora, habían estado intentando aprender a bailar el trompo. Ya podía enredarlo, pero no conseguía hacer el lanzamiento para equilibrar fuerza, impulso y movimiento.

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De veras, ¿por qué no me quieres llevar contigo?, me voy a portar bien. Suplicaba el hermanito. Y simultáneamente a su petición enredaba la cuerda al trompo y lo aventaba al piso intentando bailarlo. El objeto rodaba de cabeza o de panza, golpeando las paredes del zaguán de la casa. No pocas veces se le enredó la cuerda y pedía apoyo para desanudarla. Volvía a tomarlo para arrojarlo reiteradamente.

La fortuna vino a su salvación, en uno de los intentos de lanzamiento, el trompo giró de punta en la posición deseada, provocando miradas de asombro de los dos, los cuales dieron un salto de alegría por la proeza lograda.

Ese era un buen pretexto para que el mayor expresara: Mira ¿ya ves que sí puedes?, necesitas seguir practicando hasta que aprendas muy bien, puedes hacerlo mientras salgo de la escuela y seguimos jugando.

Aceptó el inocente y el otro corrió calle abajo para llegar en el horario justo.

Su conciencia le decía durante la carrera, que había abusado de la inocencia de su hermanito, pero ya habría ocasión para explicarle.

Son importantes las implicaciones inherentes a ser el hijo mayor en la familia. La lucidez, el conocimiento aparecen junto con la madurez. Los hermanos mayores, involuntariamente fungen como educadores en la familia y es por eso significativa la armonía familiar.

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