Si el encabezado o título de una nota periodística consta de una sola palabra, éste suele ser certero y puede calificarse desde escandaloso hasta lapidario o definitivo…
El miércoles 9 de noviembre, al día siguiente de la elección presidencial en Estados Unidos, El Economista ejemplificó lo que estoy diciendo: “Pesadilla”, se leía en su primera plana.
Y al día siguiente, ayer jueves, La Jornada hizo lo propio refiriéndose al mismo tema: “Zozobra”, cabeceó en su edición cotidiana.
Tras esas dos simples palabras hay miles de caracteres en esos y en todos los periódicos del mundo (y habrá millones más), para intentar desmenuzar lo que pasó el martes 8 de noviembre en Estados Unidos, donde se daba por descontado que Hillary Clinton ganaría la Casa Blanca (realmente fueron muy pocos quienes predijeron que la victoria sería para el impresentable Donald Trump, aunque ahora digan lo contrario).
En mi entrega anterior yo mismo exponía que aunque ganara Clinton, el daño estaba hecho. Bueno, por si esto fuera poco en aquel supuesto, el escenario no podría ser peor porque a ese daño de polarización, odio, racismo, xenofobia, intolerancia, ignorancia y maniqueísmo se añade que el personaje que encarna todo ello será inquilino de la Casa Blanca durante los próximos 4 años.
¿Qué fue lo que pasó?
Lo primero que me viene a la cabeza es la afortunada frase de mi amigo Luis Miguel González, quien por cierto dirige El Economista: “el resultado electoral en Estados Unidos demostró que lo del Brexit no fue casualidad”.
Y yo agregaría que tampoco es casualidad el avance de “Podemos” en España, o el inquietante repunte político de las corrientes de extrema derecha en Francia y Austria, por ejemplo, o el “NO” a los acuerdos de paz en Colombia.
¿Y por qué no son casualidades? Porque debemos entender de una vez por todas que el mensaje claro de cientos de millones de personas en todo el mundo es de inconformidad con el “statu quo”, con los partidos políticos o los personajes que detentan el poder bajo los esquemas comunes desde la posguerra, a mediados del siglo pasado.
Y esto no quiere decir que estemos necesariamente ante una evolución virtuosa. Nada de eso. Para mí es más bien una advertencia, un recordatorio de la historia del hombre, que puede tropezarse varias veces con la misma piedra, en este caso la de volver a esquemas históricamente catastróficos o hasta apocalípticos con tal de buscar ese bienestar que el modelo político económico vigente parece no satisfacer a una gran cantidad de seres humanos en todo el planeta.
La población de mayor edad y de raza blanca votó por el sueño americano que floreció después de la Revolución Industrial y que para ellos terminó con la apertura comercial, la globalización económica y la migración.
El problema es que esa nostalgia por el pasado encarna sentimientos de supremacía racial, de absurdos extremismos religiosos y de intolerantes pensamientos de discriminación y segregación.
No. No tiene la culpa el sistema electoral norteamericano (Hillary ganó más sufragios pero perdió estados claves que valían los votos electorales necesarios para llegar al número mágico de 270 en el resultado final).
A pesar de una diferencia aproximada de 200 mil votos en todo el país, Donald Trump obtuvo los puntos necesarios en entidades que escondieron su voto o de plano no lo ejercieron porque –también hay que decirlo- en 2016 votaron 9 millones de estadounidenses menos de los que lo habían hecho en 2004 y 2008, éste último con el triunfo histórico de Barack Obama.
Así, Florida, Pensylvania, Ohio, Wisconsin y Michigan se convirtieron en la llave de la Casa Blanca para Trump, con triunfos apretados que bastaron para asignarle una buena cantidad de votos electorales que lo catapultaron.
Pero antes del Colegio Electoral, estamos hablando de personas de carne y hueso que viven en ciudades modernas y progresistas, pero que se manifestaron como millones de obreros y trabajadores del campo de los estados del inmenso centro de Estados Unidos, donde prevalece un rancio conservadurismo religioso y racial.
Estamos hablando también de electores que probablemente votaron hace 8 años por Obama pero que siempre lo negarán, y con –esto es sorprendente- más del 40 por ciento de mujeres que votaron contra el misógino magnate neoyorquino.
Tuve la oportunidad de coproducir un fascinante ejercicio periodístico por internet la noche de la elección: “Diario de Confianza”, con los jóvenes “influencers” Callo de Hacha y María José Cadena. Todos en el foro enmudecimos cuando oímos el testimonio de una indocumentada mexicana que exclamaba: “si yo hubiera podido votar, lo habría hecho por Trump”.
¿Por qué una mujer? ¿Por qué una mexicana? ¿No se documentaron los arrebatos sexistas del próximo presidente de los Estados Unidos? ¿No denostó una y otra vez a México y a sus habitantes, incluyendo los migrantes?
¿Qué significa eso?
La respuesta está en una palabra que recuerda siempre mi amigo David Konzevik: expectativas. “La modernidad ha hecho que la gente rica en información, pero millonaria en expectativas”, dice siempre el lúcido pensador argentino.
Lamentablemente, parece ser que esas legítimas aspiraciones son caldo de cultivo para que pasen por rutas que ya han derivado en catástrofes humanitarias: las del totalitarismo y la intolerancia.
En todo caso, quienes deben reflexionar sobre lo que dejaron de hacer –y en todo caso dejaron pasar- son aquellos norteamericanos que se quedaron en su casa y no ejercieron su derecho al voto (casi el 45 por ciento de la población en edad de votar). Como los millones de millenials ingleses que no votaron por la permanencia británica en la Unión Europea y que ahora lamentan las consecuencias.
Ahí, creo, estará la clave para análisis posteriores.
Mientras tanto, “Pesadilla”……”Zozobra….”